19.6.12

Pinos kilométricos que se extienden en vertical, rozando la fina capa de una neblina efervescente. Se disponen alineados, asentados milimétricamente en la cordillera de mi sien. Donde sitúo la utopía de mi vida. Los árboles forman pasillos perfumados de lluvia, de miel y eucalipto. Todos ellos tienden a un punto de fuga. A mi punto de fuga. Puesto que es invisible a cualquier ojo humano, imaginad con el corazón. Se encuentra al final del eterno sendero. Lleva los pies desnudos, por el placer que siente al pisar las hojas secas en otoño, y hundirlos en los charquitos que dejan las tímidas lluvias de verano. Corretea junto al viento siempre que la brisa lo permite, y como esa corriente de aire fresquito que cosquillea tu nuca, viene haciendo eses entre mis dedos finos y los empuja a crear. Pues no hay más culpable que él de esta invención del paraíso. Las suyas, sus manos, contienen más polvo de supernova del que realmente podría caberle a cualquiera. Sencillamente, le desborda. Son algo así como un par de bolsitas borboteantes de fuerza y paz. Sanadoras de todo minúsculo hueco sin color. Pero sus labios son la parte más apasionante de su inmortalidad, -esa que alberga bajo su pecho, y que me persiguirá por el resto de mis días-. Sus labios. Labios de gloria en almíbar. De susurros escalofriantes, de mordisquitos pequeños, principales evasores del mundo. Del mío. Teletransportándome al apogeo de nuestra órbita lunar. Del que no he logrado escapar en estos cuatro-cientos-sententa y un días.

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